martes, enero 18, 2005

LA CIUDAD MUERTA DE MIEDO


Y la ciudad entera, creía que aquél hombre, de ojos faro y sonrisa salvavidas, ocultaba algo. Porque imposible que siempre brújula en los callejas sin nombre, que siempre brasero en las noches sin luna, que melodía, cuando todo ruido, que hasta enlazar los dedos a desconocidos. Inadmisible aquél tipo, ya digo, porque quién iría por ahí cediendo asientos, quién su tiempo a puñados, quién un poquito de alma en cada encuentro. Inconcebible. Un perturbado. Un tarado. Un actor, alguien peligroso. Por eso la ciudad se servía de cualquier adoquín mojado, escaparate o marquesina, para aclararle las dudas que no tenía. Que las horas extras no se pagan, que ni con besos ni con revolcones en la cama, que mejor como todos, que su tiempo, que su casa, que zapatero a sus zapatos.

Lo que no sabía la ciudad entera era, que aquél hombre sólo quería querer sin más, pero como todos muertos de miedo, como aturdidos, como cegados, claro, al final, algo escondía aquél hombre, y era que tenía el alma destrozada.


La mosquita.
volando sin red.

Licencia de Creative Commons
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.